Energía soberana a largo plazo: el desafío de la transición
La urgente necesidad de pensar la soberanía energética a partir de la incorporación de la variable ambiental y un necesario equilibrio entre la búsqueda de divisas y una transición a mediano y largo plazo.
La disparada en el precio del petróleo y el gas natural licuado (GNL), producto del conflicto bélico en Ucrania, con la consecuente preocupación local por el período de importación invernal de energía en un escenario de menguantes reservas en el Banco Central, renueva el siempre vigente debate sobre cómo garantizar la soberanía energética en Argentina.
A lo largo de la historia este concepto estuvo inexorablemente vinculado al abastecimiento interno de hidrocarburos: desde el descubrimiento de petróleo en Comodoro Rivadavia en 1907, pasando por la creación de YPF y Gas del Estado, la explotación del yacimiento gasífero Loma La Lata, el proceso de desregulación y privatización de los 90, y el descubrimiento de Vaca Muerta, los hidrocarburos han sido sinónimo de progreso, empleo y soberanía nacional.
Si bien el abastecimiento energético en la Argentina sigue en lo inmediato dependiendo de estos combustibles, pensar la soberanía energética en el siglo XXI y con perspectiva de largo plazo requiere incorporar la variable ambiental a la ecuación. La crisis climática, ocasionada principalmente por la quema de combustibles fósiles, constituye una de las principales amenazas al bienestar humano y la habitabilidad del planeta. Al ser el sector energético responsable del 73,2 % de las emisiones a nivel global, la transición energética hacia fuentes bajas en carbono se presenta como un imperativo mundial impostergable.
Para un país como el nuestro, responsable de menos del 1 % de las emisiones a nivel internacional, enfrentar el desafío de esta transición global tiene múltiples implicancias. En primer lugar, saber que el aporte en materia de descarbonización es central pero no definitorio: aunque cada tonelada de dióxido de carbono emitida a la atmósfera cuenta en esta carrera contra el tiempo, más del 50 % de las emisiones globales las originan Estados Unidos, China e India. En este sentido, la prioridad nacional debe indudablemente centrarse en la adaptación al cambio climático. En segundo lugar, se debe reconocer que la presión global por abandonar los fósiles no es solo ética y diplomática, sino también comercial y financiera: crecerán con el tiempo los condicionamientos al crédito y las barreras comerciales a las exportaciones de acuerdo con su huella de carbono, dificultando la inserción internacional para los países que retrasen el proceso. En tercer lugar, hay que identificar que el ciclo de cambio tecnológico que abre la transición, sobre todo para un país con amplia disponibilidad eólica en la Patagonia y radiación solar en la zona NOA, constituye una oportunidad para el cambio estructural y la diversificación productiva.
En este escenario, contextualizar la situación de la Argentina de cara a la transición es el primer paso para planificar de manera justa e inclusiva este vertiginoso y ambivalente proceso global. En el plano internacional asistimos a una crisis energética producto de un descalce entre demanda y oferta de hidrocarburos, a la cual se añade la escalada en el precio del petróleo y el GNL que disparó el estallido bélico.
La urgencia internacional por asegurar el suministro energético, sumada a la caída progresiva de la producción en cuencas convencionales locales y un frente externo asfixiado por la necesidad de importar combustibles en invierno, abre un interrogante en relación a Vaca Muerta: ¿debe nuestro país dejar sus reservas de petróleo y gas bajo tierra, como sugiere la comunidad científica internacional, o debe acelerar una inversión en infraestructura que le permita exportar sus reservas de combustibles y garantizar el abastecimiento interno? En el marco de una crisis económica y social con eje en la escasez de dólares, los incentivos no parecen alinearse en favor de la sostenibilidad.
Ahora bien, aunque a velocidad lenta, la transición energética global está ocurriendo, y quienes tomen la delantera en la carrera tecnológica potenciarán su desarrollo industrial y crecimiento económico. ¿Qué implica la transición en un país semiperiférico como el nuestro? Como señalan Hurtado y Souza (2018), las economías centrales conciben la crisis ambiental como una oportunidad para impulsar una transferencia masiva de tecnología a los países no centrales, adoptando a la catástrofe climática como un gran catalizador de negocios. Con frecuencia atan el financiamiento de proyectos de energías renovables a la adquisición de su tecnología por parte del país que recibe el préstamo, lo que dificulta el proceso de catch-up tecnológico de las economías semiperiféricas. Esto, en un escenario de resurgente nacionalismo y exiguas transferencias tecnológicas y financieras (muy por debajo de la promesa de 100 mil millones de dólares a 2020 contraída en 2009), completa un cuadro en el que los esfuerzos hacia la reducción de emisiones están signados por la competencia en lugar de la cooperación.
En esta carrera no todos los países comparten la línea de partida. Algunos, como Chile o Marruecos, vieron en la transición energética una oportunidad para reemplazar las costosas importaciones de combustibles, lo que facilitó la incorporación de renovables. Otros, como Alemania o Dinamarca, adoptaron la transición como un medio para impulsar la competitividad del sector eólico. La Argentina, si bien dispone de vastos recursos eólicos, solares y biomásicos, es un productor de hidrocarburos con amplias capacidades construidas y desarrollo de proveedores locales en el sector. Propiciar una transición energética que no suponga destruir empleo o perjudicar abruptamente a provincias petroleras requiere de gradualidad y de una planificación integral. Para ello, juegan un rol central empresas promisorias como IMPSA o INVAP, que pueden derramar conocimiento hacia otros sectores y generar encadenamientos productivos.
A estas limitaciones se suman la crónica inestabilidad macroeconómica que atraviesa nuestro país y la restricción externa, que dificultan el acceso al financiamiento y actúan como un cuello de botella de la incorporación de renovables. Prueba de ello fue la interrupción del programa RenovAr, por el cual el Estado licitaba diversas iniciativas de compra de energía renovable, a partir de la crisis cambiaria de 2018.
Existen además barreras institucionales a la penetración de energías renovables. Aunque la Argentina cuenta con marcos normativos sectoriales e instrumentos de estímulo a las energías verdes, persisten las dificultades para aplicar las regulaciones existentes, los altos costos y las complejidades administrativas. Al mismo tiempo, las políticas implementadas muchas veces caen en la descoordinación: el caso del hidrógeno es un ejemplo, con una normativa sancionada hace 15 años que quedó caduca sin siquiera ponerse en práctica.
Este breve racconto sugiere que la transición energética está lejos de ser un proceso simple. Para pensarlo resulta útil el concepto elaborado por el Consejo Mundial de Energía bajo la denominación de “trilema energético”, y que está compuesto por tres pilares que deben permanecer equilibrados: seguridad energética, equidad energética y sostenibilidad ambiental. La seguridad energética es la gestión eficaz del suministro de energía de fuentes nacionales y externas, la equidad refiere a la accesibilidad a un precio justo para toda la población, y la sostenibilidad ambiental implica la eficiencia energética y el desarrollo del suministro de energía a partir de fuentes renovables y bajas en carbono.
En un documento reciente, la Secretaría de Energía argentina sostiene que en nuestro país a estas tres dimensiones se debería agregar una cuarta: el desarrollo tecno industrial, entendido como la “consolidación, ampliación y/o creación de capacidades tecnológicas e industriales vinculadas a las energías renovables”. El “cuatrilema”, entonces, implica un equilibrio que permita maximizar las oportunidades de inserción en las cadenas de renovables sin descuidar el abastecimiento energético, el costo de la energía y la disminución de emisiones.
Este “equilibrio cuadrado” conlleva un costo y un considerable requerimiento de divisas. Aunque el monto dependerá del “mix energético” elegido y de los instrumentos adoptados, los cálculos de la Secretaría de Energía para sus escenarios REN 20 y REN 30 (una participación del 20 % y 30 % de renovables en la matriz eléctrica hacia 2030) estiman que solo la inversión en nueva potencia eléctrica ascendería a entre 10.000 y 14.000 millones de dólares. Si a eso se le suma el costo de una cuarta central nuclear que comenzaría a funcionar en 2031, los pagos de capital post 2030, las inversiones en transporte eléctrico y medidas de eficiencia, las proyectadas en infraestructura gasífera (transporte y planta de licuefacción), y otras inversiones en litio e hidrógeno, el total ascendería a un mínimo de 65.000 millones de dólares, sin considerar el coste financiero. Alcanza con comparar esta cifra con la deuda contraída con el FMI (44.000 millones de dólares) para dimensionar el tamaño del desafío.
Maximizar el componente en pesos de esta inversión, conseguir financiamiento a tasas accesibles, movilizar el ahorro nacional detrás de este proyecto y procurar que sea una palanca para el desarrollo en términos de innovación, encadenamientos productivos, generación de empleo y exportaciones son algunos de los retos que se esconden detrás de esta astronómica cifra. La clave soberana de este proceso reside en adoptar un ritmo transicional que permita compatibilizar la necesidad de divisas en el corto plazo con los objetivos de la transición energética en el mediano y largo plazo.
Fuente: Ana Julia Aneiese, Licenciada en Economía (UBA), maestrando en Economía y Derecho del Cambio Climático (FLACSO) para Télam