China exhibe sus ambiciones y el frente capitalista sus líneas rojas
El cierre forzoso de los consulados chinos en Texas (y posiblemente el de San Francisco) y Guenchu de Estados Unidos en China es sólo el testimonio más reciente, y quizás inicial, del nuevo enfrentamiento horizontal que, en marzo de 2018, decidió generar el Presidente Donald Trump para reequilibrar los vínculos económicos de Estados Unidos con China.
La lista de agravios reales o ficticios comenzó con el interés de resolver a dedo el enorme déficit económico y comercial que surgiera de las más recientes negociaciones entre Washington y Pekín, lo que hoy se expresa en una torpe guerra comercial. Gran parte de ese déficit fue propiciado por las empresas multinacionales que corrieron a instalarse en el Asia para reducir costos y maximizar ganancias, lo que explica el alto volumen de mercado asegurado por tales operaciones. Tras cartón vino una guerra destinada a preservar la hegemonía tecnológica y, en los últimos días, se incorporaron al menos tres cuestiones más sensibles.
En los nuevos conflictos figuran el notable desmantelamiento del sistema de libertades políticas y el régimen de economía capitalista que regía en Hong Kong, ya que Pekín incumplió el acuerdo de respetar el sistema de gobierno preexistente suscripto con el Reino Unido. Asimismo, la irresponsabilidad que se adjudica a China por la forma en que manejó la pandemia del Covid-19 y el aparente latrocinio de propiedad intelectual perpetrado contra empresas de Estados Unidos, de donde habría salido la tecnología con la que el Gobierno ensambla el reequipamiento de sus fuerzas armadas (tema que entró en la agenda de conflictos el pasado miércoles.
A esta altura, la nueva rivalidad supone la llegada de una diferente clase de Guerra Fría orientada a establecer las fronteras y zonas de influencia que buscan los que hoy son los dos poderes preeminentes, no exclusivos, secundados por regímenes que hasta el momento no fueron convocados al pleito y cuya opinión no fue tenida muy en cuenta. Recién la semana pasada Trump adoptó la sugerencia de hacer una alianza formal para fijar las líneas rojas que son tolerables en los vínculos con China y Rusia, ya que despreció una y otra vez una relación más productiva con la Unión Europea (UE) y Oceanía.
En estos días se suma la posible reimposición, por parte del gobierno de Xi Jinping, de restricciones a la exportación de las denominadas tierras raras, un insumo que se emplea en la producción de misiles, telefonía celular, producción automotriz y una variedad de bienes de gran uso civil y militar.
Todo esto es consecuencia del despiste con que finalizó el momento unipolar de Estados Unidos. El actual rasgo sobresaliente reside en la competencia zonal con China, donde Rusia observa y hace sus deberes.
Al principio, la desaparición de la exURSS llevó a que Estados Unidos pusiera el acento en una política de hegemonía liberal, tratando de extender la democracia e integrar muchos Estados en un orden internacional basado en el respeto de la regla de la ley. Esa política fracasó con países como Iraq y China, pues su cultura histórica nunca permitió superar las idiosincrasias de cada nacionalismo, situación que se agravó ante la pérdida de importancia económica de la mayor superpotencia militar.
El golpe final lo dieron los votantes estadounidenses cuando pusieron a Trump en la Casa Blanca, quien se manejó con postulados ajenos a ese tipo de hegemonía. Una vez en la presidencia apostó al enunciado “Estados Unidos, Primero”, con el que dio prioridad al proteccionismo, al abandono de la cooperación con sus aliados tradicionales y al desinterés por retener el liderazgo global.
Washington estableció relaciones diplomáticas con China en 1979 y comenzó una política orientada a patrocinar una apertura comercial y financiera en ese país (ésta última aún no se concretó) y un cambio fundamental en la visión económica y política. Con esa mirada alentó varias reformas estructurales que fueron parcialmente aceptadas por Deng Xiaoping y los gobernantes que lo sucedieron. Ello hizo posible que el Gobierno de Bill Clinton convalidara, tras 15 años de negociación, la membrecía china en la OMC, en noviembre de 2001.
Esas movidas generaron el exponencial crecimiento de China, país que en 2020 es la mayor potencia comercial y económica del mundo, si tales indicadores se miden con la metodología PPP. El PNB creció 40 veces y el per cápita 20 veces en los últimos años, evolución que le permitió obtener la mayor tasa proporcional de ahorro del planeta y el milagro de sacar a 750 millones de personas de la pobreza.
El presente debate reside en saber si existe una nueva Guerra Fría con China pues Trump sostiene una política de distanciamiento de las dos economías, dejó de hablar de la Fase 2 de las negociaciones comerciales y puso en práctica sanciones y otras medidas de contención a las acciones que adoptó Pekín, sobre las cuales existe un consenso bipartidario en Estados Unidos, enfoque que aún no se sustenta en un coherente pensamiento estratégico.
A pesar del cuadro anterior, varios senadores republicanos patrocinan un proyecto de ley que permitiría continuar los negocios con China, siempre y cuando se reglamenten ciertos asuntos estructurales de la relación bilateral que incluyen la protección de la propiedad intelectual y evitar su transferencia forzada; condicionar el poder de las empresas estatales chinas y facilitar el trabajo de los estadounidenses mediante la aplicación de las reglas estadounidenses de competencia.
Las insuficientes reformas de Pekín y la fuerte personalidad de Xi están produciendo cambios dramáticos en la política internacional de China, cuya dirigencia hoy patrocina una actitud beligerante dentro de la llamada “Nueva Era”, cuyos miembros se desengancharon de los regímenes anteriores.
La actual China ya no es un mero actor regional con graves problemas, como la situación en el Mar Oriental y en el Mar del Sur, las tensiones con India, Japón y Vietnam, el conflicto en la península coreana, Hong Kong y Taiwán, y una entidad que tolera sin más la presencia política y militar de Estados Unidos y sus aliados en el Asia Pacífico. El equilibrio militar de tal región hoy se inclina en contra de Estados Unidos pues ahora es Pekín quien enarbola la bandera de la hegemonía.
En estos días China es un actor global con intereses y ambiciones múltiples y tangible capacidad de delivery. Su iniciativa de la “Franja y de la Ruta” o BRI (donde participan 131 países, 18 de ellos latinoamericanos) destinada a la infraestructura y desarrollo de Eurasia o la “Ruta de la Seda Digital”, así como sus nuevos vínculos con la Federación Rusa y la negociación de una “Asociación Estratégica” con Irán la convirtieron a Pekín en un referente con poder y peligroso. Es uno de los gobiernos que se da el lujo de ignorar las sanciones de la ONU, que afectan la política estadounidense de “máxima presión” sobre Teherán, a la que China protege para facilitar el acceso a su petróleo.
Desde principios de este siglo, China aumentó su presencia política y económica con Latinoamérica, haciendo gala de una catarata de visitas recíprocas de sus más altos mandatarios, del aumento del comercio e inversión en el marco de acuerdos que incluyen asociaciones estratégicas con nueve países, entre ellos, Argentina. Ese accionar bajó la influencia de Estados Unidos y aumentó drásticamente la de Pekín.
Uno de los primeros objetivos de la RPC en esta región fue neutralizar a Taiwán, cuyo Gobierno aún mantiene vínculos diplomáticos con nueve países latinoamericanos (de los 14 que tiene en el mundo). En 2017, la República Dominicana, Panamá y El Salvador modificaron su posición en favor de esta última.
El comercio bilateral de las naciones de América Latina con China llegó, en 2019, a US$ 315.000 millones (lo que la convierte en el segundo socio comercial después de Estados Unidos), con el objetivo explícito de agregar otro 30% en 2025. El año pasado las importaciones chinas de la región fueron de US$ 165.000 millones (principalmente de materias primas) y las de Latinoamérica de unos US$ 150.000 (productos industriales y de consumo). China se convirtió en el principal socio comercial de Brasil, Chile, Perú y Uruguay y, recientemente, de Argentina (debido a la retracción del comercio bilateral con Brasil).
Las inversiones chinas en Latinoamérica del período 2005- 2019 alcanzaron a US$ 130.000 millones y se localizaron, principalmente, en Brasil y Perú. Sólo las vinculadas con proyectos de energía e infraestructura fueron de US$ 61.000 millones. En el mismo período los préstamos de las instituciones chinas fueron de US$ 137.000 millones (los principales se destinaron a Venezuela, con US$ 62.2 millones; Brasil, US$ 28,9; Ecuador, US$ 18,4 y Argentina, US$ 17,1). Estados Unidos la etiquetó como la diplomacia de la deuda o de la chequera.
De esta manera, el carácter de las relaciones bilaterales fueron crecientemente derivadas a las compañías privadas y estatales chinas que se hicieron cargo de esos proyectos con o sin socios locales. Tal tipo de organización induce a preguntar acerca del papel oficial de ese país y acerca de sus intereses ideológicos, ya que el manejo del crédito le permite determinar el acceso y la consumación de actividades estratégicas.
El cambio de las relaciones entre Estados Unidos y la República Popular de China modificó el papel de la presencia económica de ambas potencias en nuestro hemisferio. Las próximas elecciones estadounidenses podrían alterar el mapa geoestratégico de América Latina, ya que si triunfa Joe Biden, quien tiene una larga experiencia internacional, sería lógico pensar que éste habrá de reactivar las políticas regionales del Gobierno de Barack Obama, a quien secundó durante todo su mandato.
Los mencionados enfoques pondrían énfasis en un sólido apoyo al Estado de Derecho, la protección del medio ambiente, la lucha contra las drogas y la corrupción y una relación más pragmática con Cuba. Biden adelantó que no va a propiciar un cambio de régimen en ese país, cuyo Gobierno tiene importantes vínculos con China.
Bajo esa perspectiva, y en virtud de crisis económica y sanitaria sin precedentes en curso, Argentina debería reflexionar sobre los principios y objetivos específicos de cooperación sin sobreactuar sus alineamientos, con la mirada puesta en resolver sus déficit de inversión y comercio. Al hacerlo sería importante recordar con quienes compartimos la visión democrática y con quienes tenemos intereses comerciales y económicos estratégicos, ya que la RPC es un destino fundamental de nuestras exportaciones
Fuente: El Economista.