Inversiones a cualquier precio: el costo del enfoque cuantitativo
A diferencia de otros flujos de financiamiento que llegan del exterior, pareciera existir un consenso respecto a lo beneficioso de los flujos de largo plazo. Cuanto mayor el flujo de inversión extranjera directa (IED), mayor el impacto en el crecimiento del país. A fin de inducir la llegada no solo debe garantizarse estabilidad macro sino, también, mantener las instituciones correctas. A dicho fin, contribuye la firma de tratados bilaterales de protección a las inversiones o capítulos de inversión en los tratados de libre comercio. Adicionalmente el soberano debía de ceder soberanía jurídica y exponerse al fallo de los tribunales arbitrales ad hoc, como los establecidos bajo la órbita del Ciadi.
No vamos a detenernos a criticar esta visión, muy en boga en la década del ‘90, pues la misma está bastante desacreditada. Vale aclarar que el cuestionamiento surge en el norte, luego de la firma del TLCAN. A partir de entonces, el cuestionamiento irá in crescendo, sumándose luego el sur, particularmente después de abierta la “Caja de Pandora” del Ciadi.
Resulta interesante observar el cambio de actitud respecto a la IED: se pasa de una visión cuanti a otra cualitativa. También se observa un interés creciente por acotar las operaciones de fusiones y adquisiciones, cuestionamiento que surge en el norte. En las decisiones del soberano, no todo son precios y cantidades.
¿Cómo se explica lo anterior? Presionado por la opinión pública, muchos gobiernos han comenzado a imponer restricciones a la llegada (o bien directamente prohibir el arribo) de determinadas inversiones. La preocupación por el medio ambiente también impacta en el comercio, así como institucionalmente, tal como muestra el reciente rechazo al acuerdo UE-Mercosur. Tenemos también el fenómeno chino. Para quienes hasta aquí defendieron esquemas amplios se tornan más cautos ante el ascenso tecnológico del Gigante Asiático: tanto Estados Unidos como Alemania, por citar dos casos paradigmáticos, han comenzado a poner trabas a la entrada de inversores foráneos y no solo aquellos que provienen del este asiático.
Lo anterior debería hacernos reflexionar sobre la inserción de nuestro país en el mundo, tanto como el tipo de inversión que arriba al país. Consideremos el caso petrolero, para evaluar cuan conveniente es la continua llegada de fondos desde una perspectiva política de largo plazo. Avanzar con la exploración y explotación petrolera resulta desaconsejable desde el punto de vista ambiental. Los combustibles fósiles liberan dióxido de carbono a la atmosfera, agravando el problema del calentamiento global, uno de los principales causantes del cambio climático. La comunidad científica ha demostrado lo cercano que nos hallamos de atravesar determinados “puntos críticos”, lo cual desencadenaría terribles efectos sobre la vida en la tierra.
Como consecuencia de los efectos del cambio climático, las catástrofes naturales aumentan su letalidad. Lamentablemente no todos los riesgos permiten ser mesurados y no siempre puede asignarse una probabilidad a un determinado evento. Estamos, pues, frente a un tipo de incertidumbre distinto, que denominamos “radical”. El mundo de lo previsible, del riesgo controlado se ve eclipsado por la llegada de los “cisnes negros”.
La continuidad de la actividad también impone riesgos financieros: las denominadas “burbujas verdes”. Esto se vincula con el problema de los “activos varados”, asociado a una pérdida no anticipada o prematura en el valor de dichos activos. Dicha valorización obedece a distintos factores, sean climáticos, ambientales, aunque también obedecer a factores económicos. Un cambio de opinión entre los inversores, o bien la continua reducción en el costo de los renovables. Todo ello está desmoronando el valor de los activos petroleros en todo el mundo (así como los asociados a la infraestructura). Considerese, sino, la reciente salida de ExxonMobil del índice Dow Jones.
Aunque estrechamente interconectados, los riesgos operan de manera opuesta: cuanto más rápido se actúe para mitigar el problema ambiental (riesgo físico), mayor será la probabilidad de quedarnos con “activos varados” (riesgo financiero). Si la resolución de tal disyuntiva sería local, habría inconvenientes aunque podría resolverse. El problema es que el problema resulta global, donde las decisiones de algunos por mitigar el riesgo físico podría incrementar el riesgo financiero en otros. Esto es lo que deberían ver aquellos que se aferran a Vaca Muerta o avanzar con el desarrollo offshore en el Mar Argentino. El problema no se asocia pues con un cambio en precios relativos sino que resulta más grave: el petróleo y el gas que genera la región puede quedarse sin mercados.
Pero la preocupación no solo surge entre el activismo verde, también es creciente en los círculos financieros. Un número creciente de inversores institucionales ha decidido dejar de financiar a la industria, mientras que observamos como los inversores independientes llegan a las reuniones de accionistas cuestionando a la administración por la ausencia de un plan de acción ante el problema del cambio climático (en la vida real, el agente no siempre responde al principal).
El cambio climático también ha despertado el interés de las autoridades monetarias, con numerosos bancos centrales comenzando a introducir distintas medidas prudenciales. Por caso, fijando mayores tasas a las empresas contaminantes (“marrones”) o priorizando con créditos blandos favoreciendo a las empresas “verdes”. Detrás de este tipo de medidas está el evitar una nueva crisis financiera, un momento Minsky “verde” cuyos costos terminarán recayendo en los contribuyentes. Hace unas semanas los medios de todo el mundo hablaban de un precio negativo para el barril de petróleo. Aunque ello reflejaba un problema de almacenamiento acotado al mercado estadounidense, los mercados ya están comenzando a descontar lo inevitable del cambio: el ocaso del petróleo resulta de horizonte cercano.
Fuente: El Economista.