Privatización de empresas públicas y desmitificación del Estado
El plan presidencial incluye entre, otras cosas, la privatización de las empresas del Estado como medio de reducir el déficit fiscal. Es una tarea titánica y compleja.
El presidente Javier Milei ha aludido varias veces a las historias y parábolas bíblicas para expresar muchas de sus ideas y sentimientos. Haciendo entonces alusión a ellas, y dado el panorama expuesto por el Señor Presidente en su discurso inaugural, la tarea que nos espera es, ciertamente, la de David contra Goliat.
Nuestro país no tiene recursos ni posibilidades de endeudarse: “No hay plata”. El plan presidencial incluye entre, otras cosas, la privatización de las empresas del Estado como medio de reducir el déficit fiscal.
Argentina no está en condiciones de sostener empresas inútiles, deficitarias, que proveen malos servicios a precios carísimos, y mantienen un plantel de personal mucho más numeroso de lo que su actividad justifica.
La experiencia privatizadora ya la tuvo Argentina en la década de 1990, y con bastante éxito en la mayoría de los casos. La llevó a cabo un presidente peronista: Carlos Menem.
En el orden internacional, nuestro antecedente inmediato fue Francia, ejemplo de país socialista que pretendió sin éxito convertir al Estado en empresario, ocasionando con ello déficits insostenibles incluso para el erario público de un país desarrollado.
El presidente Miterrand intentó cubrir el fracaso manifestando como excusa que “se habían perdido las razones políticas decisivas” por las cuales las empresas fueron antes estatizadas.
Gran Bretaña, Alemania e Italia se vieron forzadas también a privatizar, revirtiendo dos siglos de estatizaciones, en especial en éstas dos últimas las de los gobiernos fascistas del siglo XX.
La ola continuó en los países nórdicos. Canadá, Japón, y otros países avanzados, privatizaron empresas públicas de todo tipo por la misma razón: el Estado es un administrador pésimo e incorregible.
También desestatizaron empresas y sectores completos de la economía desde 1970 países como Turquía y la India, ésta última con un problema endémico de pobreza extrema aunque gracias a sus reformas hoy se presenta como una promesa de potencia mundial.
La discusión política en los casos nombrados se planteó en el área de los servicios públicos básicos, acordándose en algunos casos que ésas empresas quedaran controladas por el Estado aunque abiertas al capital privado. El fracaso del “Estado empresario” en todo el mundo demuestra claramente que la cuestión no es ideológica, sino práctica.
En definitiva, la realidad forzó al socialismo a desmitificar el Estado, desmitificación que aquí nuestro nuevo Presidente ha encarado como ningún otro antes que él en el último siglo.
Y es que el Estado ha incursionado en áreas muy distantes de los servicios públicos básicos que parecían justificar la política estatizadora, pues como bien se dijo: “todos los pretextos son buenos para la intervención del Estado”.
El Estado realiza actividades tan disímiles unas de otras como indique la imaginación. Todas estas empresas públicas son administradas en su mayoría por delegados políticos del gobierno de turno sin experiencia en la actividad, o por burócratas, y en general por gente sin ningún tipo de experiencia en el área, que no se responsabilizan patrimonialmente por el desastre financiero que ocasiona el mal funcionamiento de dichas entidades.
La empresa estatal no está obligada a competir, y en consecuencia se atrofia, se hace lenta, ineficiente y deficitaria por el curso natural de las cosas, ya que su subsistencia se encuentra asegurada, no por su desempeño, sino por el bolsillo sin fondo del erario público que afronta sus gastos. Si es además monopólica, este problema se agrava exponencialmente.
El estudio de todas estas experiencias en el mundo también ha arrojado una conclusión: no hay un único método exitoso para privatizar una empresa estatal: ventas en bloque, por departamentos, transformación en Sociedades Anónimas y transferencia de sus acciones, cesión de propiedad a los empleados, etc, todos pueden ser válidos; lo cierto es que el espíritu que debe adoptarse es exclusivamente de temperamento pragmático.
En cuanto a la empresa estatal mixta, si el Estado tiene un porcentaje mayoritario de la empresa ello no le quita su burocracia ni sus defectos como si la misma fuera totalmente estatal. Al contrario: la complica y permite a los accionistas privados protegerse de los riesgos comerciales a costa, justamente, de los contribuyentes que no participan de los beneficios, sino sólo de los riesgos.
Es del caso señalar que la creación y mantenimiento de empresas estatales es directamente contrario al espíritu de nuestra Constitución Nacional, la que, como dijo el padre de nuestra Constitución, el liberal Juan Bautista Alberdi, “contiene un sistema completo de política económica”.
Es Alberdi quien expresamente manifiesta que tanto él como nuestra Constitución liberal asignan al individuo y no al Estado el rol de ser creadores de riqueza. Es bueno terminar ésta nota con sus palabras, siempre tan claras:
“¿Quién hace la riqueza? ¿Es la riqueza obra del gobierno? ¿Se decreta la riqueza?
El gobierno tiene el poder de estorbar o ayudar a su producción, pero no es obra suya la creación de la riqueza. La riqueza, es hija del trabajo, del capital y de la tierra; y como estas fuerzas, consideradas como instrumentos de producción, no son más que facultades que el hombre pone en ejercicio para crear los medios de satisfacer las necesidades de su naturaleza, la riqueza es obra del hombre, impuesta por el instinto de su conservación y mejora, y obtenida por las facultades de que se halla dotado para llenar su destino en el mundo.
En este sentido, ¿qué exige la riqueza de parte de la ley para producirse y crearse? Lo que Diógenes exigía de Alejandro: que no le haga sombra”.
Fuente: Marcelo Saleme Murad abogado, especialista en sociedades comerciales y derecho tributario, para Clarín